Yo estaba por viajar de nuevo a Córdoba, junto a mi marido...
Y el, con su whisky en la mano se quejaba amargamente de lo que la corta democracia entre el gobierno de Lanusse y el Proceso le había negado: ser nombrado Juez Federal en la Capital federal o en su ciudad natal San Miguel de Tucuman.
-Están desapareciendo muchas personas... nadie sabe donde están solo que desaparecieron y hay muchos detenidos a disposición del poder Ejecutivo nacional...
Si me hubieran nombrado Juez, yo hubiera hecho lugar a los Amparos...
Han matado a Rodolfo Walsh...-me dijo- habia escrito una Carta quejándose...
(de repente alli estaba de nuevo la Rubia... flotando entre los dos...)
Junto a Rodolfo Walsh... la afaraonada Evita.
¿Como no decirle país de mierda a un país que permitió semejante horror?
¡Gorilas!...
Como me divertía con Pistun (Diario La Unión y sus caricaturas con la patita de mono y los comunicados cada vez que había un golpe y el hacia sentir su protesta pacifica así...
Es puntual como
los alemanes dice.
O como los
ingleses.
El coronel tiene
apellido alemán.
Es un hombre
corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
He leído sus
cosas propone. Lo felicito.
Mientras sirve dos
grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años
de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un
curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en
que podemos operar, una zona vagamente común.
Desde el gran
ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del
río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero
no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.
El coronel busca
unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.
Yo busco una
muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la
clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.
Algún día (pienso
en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin
embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren
lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de
cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un
momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga,
olvidada sombra.
El coronel sabe
dónde está.
Se mueve con
facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de
platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso.
Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en
cambio elogio su whisky.
El bebe con vigor,
con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su
cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.
Esos papeles
dice.
Lo miro.
Esa mujer,
coronel.
Sonríe.
Todo se encadena
filosofa.
A un potiche de
porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal
está rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.
La pusieron en el
palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos,
esos roñosos.
¿Mucho daño?
pregunto. Me importa un carajo.
Bastante. Mi
hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años dice.
El coronel bebe,
con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.
Entra su mujer,
con dos pocillos de café.
Contale vos,
Negra.
Ella se va sin
contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén
queda flotando como una nubecita.
La pobre quedó
muy afectada explica el coronel. Pero a usted no le importa esto.
¡Cómo no me va a
importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna
desgracia después de aquello.
El coronel se ríe.
La fantasía
popular -dice-. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen
más que repetir.
Enciende un
Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.
-Cuénteme
cualquier chiste -dice.
Pienso. No se me
ocurre.
Cuénteme
cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba
inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la
derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio.
-¿Y esto?
El coronel se seca
la transpiración con la mano gorda y velluda.
-Pero el mayor X
tuvo un accidente, mató a su mujer.
¿Qué más? dice,
haciendo tintinear el hielo en el vaso.
-Le pegó un tiro
una madrugada.
La confundió con
un ladrón sonríe el coronel . Esas cosas ocurren.
Pero el capitán
N. . .
Tuvo un choque de
automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado
cuando se pone en pedo.
¿Y usted,
coronel?
Lo mío es
distinto dice. Me la tienen jurada.
Se para, da una
vuelta alrededor de la mesa.
Creen que yo
tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día
se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted.
Me gustaría.
Y yo voy a quedar
limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos
roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?
Ojalá dependa de
mí, coronel.
Anduvieron
rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió
corriendo.
Mete la mano en
una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un
cesto de flores.
-Mire.
A la pastora le
falta un bracito.
Derby -dice.
Doscientos años.
La pastora se
pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de
fierro en la cara nocturna, dolorida.
¿Por qué creen
que usted tiene la culpa?
Porque yo la
saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también
es cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben
nada, y no saben que fui yo quien lo impidió.
El coronel bebe,
con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.
-Porque yo he
estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído
a Hegel.
¿Qué querían
hacer?
Fondearla en el
río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro,
diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de
basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el
cogote.
Todos, coronel.
Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir.
Habría que romper todo.
-Y orinarle
encima.
Pero sin
remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud!
-digo levantando el vaso.
No contesta.
Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio.
De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como
las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la
mancha blanca de su camisa.
Esa mujer le
oigo murmurar. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le
había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos
dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada.
El coronel bebe.
Es duro.
Desnuda dice.
Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y
el gallego que la embalsamó, y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del
ataúd -el coronel se pasa la mano por la frente, cuando la sacamos, ese
gallego asqueroso...
Oscurece por
grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible. Sólo el
whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta
abierta del departamento llegan remotos ruidos. La puerta del ascensor se ha
cerrado en la planta baja, se ha abierto más cerca. El enorme edificio
cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas,
sus chicos, sus televisores, sus sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado,
empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie
camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico,
irónico vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay
absolutamente nadie y regresa despacio, arrastrando la metralleta.
Me pareció oír.
Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada.
Se sienta, más
cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el coronel divaga
nuevamente sobre aquella gran escena de su vida.
...se le tiró
encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le
manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire -el coronel se mira los
nudillos, que lo tiré contra la pared. Está todo podrido, no respetan ni a la
muerte. ¿Le molesta la oscuridad?
No.
Mejor. Desde aquí
puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor.
Vuelve a servirse
un whisky.
Pero esa mujer
estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible contradictor-. Tuve que
taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano.
Bruscamente se
ríe.
Tuve que pagar la
mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le
demuestra.
Repite varias
veces "Eso le demuestra", como un juguete mecánico, sin decir qué es
lo que eso me demuestra.
-Tuve que buscar
ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese
como se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten
en la cabeza, pobre gente.
¿Pobre gente?
Sí, pobre
gente.El coronel lucha contra una escurridiza cólera interior. Yo también soy
argentino.
Yo también,
coronel, yo también. Somos todos argentinos.
Ah, bueno dice.
¿La vieron así?
Sí, ya le dije
que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la
muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo...
La voz del coronel
se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más rémova
encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una
divina proporción o qué. Yo también me sirvo un whisky.
Para mí no es
nada -dice el coronel. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en
mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agregado militar,
dése cuenta.
Quiero darme
cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el resultado no me da,
no me da, no me da... Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un
perro que se sacude el agua.
A mí no me podía
sorprender. Pero ellos...
¿Se
impresionaron?
Uno se desmayó.
Lo desperté a bofetadas. Le dije: "Maricón, ¿ésto es lo que hacés cuando
tenés que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo
mataban a Cristo." Después me agradeció.
Miró la calle.
"Coca" dice el letrero, plata sobre rojo. "Cola" dice el
letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo rojo tras
concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo.
"Beba".
Beba dice el
coronel.
Bebo.
¿Me escucha?
-Lo escucho.
Le cortamos un
dedo.
¿Era necesario?
El coronel es de
plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y
la alza.
Tantito así. Para
identificarla.
-¿No sabían quién
era?
Se ríe. La mano se
vuelve roja. "Beba".
Sabíamos, sí. Las
cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende?
Comprendo.
-La impresión
digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo
pegamos.
¿Y?
No, no, usted no
me entiende. lgualita. Parecía que iba a hablar, que iba a... Lo del dedo es
para que todo fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó
radiografías.
¿El profesor R.?
-Sí. Eso no lo
podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral.
En algún lugar de
la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la mujer
del coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable.
¿Enciendo?
No.
Teléfono.
Deciles que no
estoy.
Desaparece.
Es para putearme
explica el coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a
las cinco.
-Ganas de joder
digo alegremente.
Cambié tres veces
el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan.
¿Qué le dicen?
Que a mi hija le
agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura.
Oigo el hielo en
el vaso, como un cencerro lejano.
Hice una
ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho
por ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme.
El coronel está de
pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen
sobre él como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y
seco, recortado y negro, rojo y plata.
La sacamos en un
furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola,
protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La
tapé con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me
preguntaban qué era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la
Libertad.
Ya no sé dónde
está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha
salido. Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en
la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida,
muerte.
-Llueve -dice su
voz extraña.
Miro el cielo: el
perro Sirio, el cazador Orión. (y ahora , esto no lo escribio Rodolfo Walsh sino yo: yo recuerdo la disposición de la Gran Pirámide y a Amenmehat III mi ancestro y a sus Piramides en el Lago de Al Fayum...
y a Sirio C la Estrella de la Mujeres
y me veo niña escuchando a mi papa relatarme sus amores secretos: y recuerdo el cartón en el roto del zapato del Juez... y a la Cherry mi hermanita diciendo: Puff que olor a mani...y a mi papa quejándose de lo poquito que ganaban los Jueces que no podía darse el lujo de comprarle eso tan simple una bolsita de praline a mi hermanita un domingo, tal vez uno de aquellos domingo en que el juez había dejado de serlo... y a mi no me digan si no conozco algún Juez que no sea rico... si yo quería ser millonaria como la Evita, para llevarla a mi mamita querida a pasear por Paris...)
y a Sirio C la Estrella de la Mujeres
y me veo niña escuchando a mi papa relatarme sus amores secretos: y recuerdo el cartón en el roto del zapato del Juez... y a la Cherry mi hermanita diciendo: Puff que olor a mani...y a mi papa quejándose de lo poquito que ganaban los Jueces que no podía darse el lujo de comprarle eso tan simple una bolsita de praline a mi hermanita un domingo, tal vez uno de aquellos domingo en que el juez había dejado de serlo... y a mi no me digan si no conozco algún Juez que no sea rico... si yo quería ser millonaria como la Evita, para llevarla a mi mamita querida a pasear por Paris...)
(Pobre mi papa...pienso ¡Pobre su afaronada Evita!, pobre mi mama y la bandera argentina en su ataud)
(Parece que el Libertador (descubro) Simon Bolivar tenia sangre Guanche (los picapiedras) también o sea bereber ...esos de las raices tiran...(como decia mi mama)o sea Hawara o sea de los coptos, del antiguo Egipto...
Llueve día por
medio dice el coronel-. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre,
las rosas, el pino, el cinturón franciscano.
Dónde, pienso, dónde.
Dónde, pienso, dónde.
¡Está parada!
-grita el coronel. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho!
Entonces lo veo,
en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo
baña, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara.
No me haga caso
-dice, se sienta. Estoy borracho.
Y largamente
llueve en su memoria.
Me paro, le toco
el hombro.
¿Eh? -dice ¿Eh?
-dice.
Y me mira con
desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido.
-¿La sacaron del
país?
-Sí.
¿La sacó usted?
Sí.
-¿Cuántas personas
saben?
DOS.
¿El Viejo sabe?
Se ríe.
-Cree que sabe.
¿Dónde?
No contesta.
Hay que
escribirlo, publicarlo.
Sí. Algún día.
Parece cansado,
remoto.
¡Ahora! me
exaspero. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda
bien, bien para siempre, coronel!
La lengua se le
pega al paladar, a los dientes.
-Cuando llegue el
momento... usted será el primero...
No, ya mismo.
Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera.
Se ríe.
¿Dónde, coronel,
dónde?
Se para despacio,
no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí.
Y mientras salgo
derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi
dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo
isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y
que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me
alcanza como una revelación.
Es mía -dice
simplemente. Esa mujer es mía.
"Esa mujer" fue publicado en "Los
oficios terrestres", Ediciones De la Flor, 1986. © Herederos de Rodolfo
Walsh Y pienso en el "burguesito" y se la envio para que lo ayude...
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